“Tenía Agramonte, como San Martín, al decir de un egregio poeta, dos blancuras: su espada y su conciencia. Era un santo por la bondad y un león por el valor. Martí lo llamó "un brillante con alma de beso"; Zambrana, "un arcángel soñado por la leyenda de oro"; Manuel Sanguily, "un romano de los heroicos tiempos de la gran República". Nuestra historia, todavía en pañales, no lo ha mostrado hasta ahora más que para reverenciarlo y bendecirlo. Nadie sabe si tuvo errores, si pecó alguna vez, si hizo mal. Nadie sabe más sino que fue, en la República en armas, un Catón; para sus soldados, un camarada y un padre; para el enemigo, en el combate, todo fiereza; en la adversidad, todo perdón. Ignacio Agramonte fue, entre aquella pléyade de gigantes del 68, la encarnación de los más puros anhelos de democracia y de respeto a la libertad plena del hombre. Los cubanos nunca podrán olvidarlo. Mientras haya quienes opriman, tendrá contrarios; mientras haya oprimidos, tendrá hijos...
“Muchas serían las páginas que habría que escribir para reseñar, ligeramente que fuese, las proezas de Agramonte. Luchando sin descanso, peleando casi diariamente, estuvo cerca de dos años, hasta que al fin, en los campos de Jimaguayú, cayó desplomado en el fragor de un combate. Su cadáver, como el de Martí en la revolución del 95, quedó en poder de los adversarios, y conducido a su ciudad natal, fue quemado, y sus cenizas esparcidas al viento... ¡Al viento de la inmortalidad y de la gloria!...”
“En el olimpo de nuestros dioses, él fue Júpiter. Martí, el Apóstol, el que dictó a los cubanos el evangelio de la libertad. Máximo Gómez, el caudillo, el hombre de acción. ¿Quién sino él, nuevo Aquiles -con su valor y no con sus cóleras-, guió, a sangre y fuego, el ejército desarrapado de los libertadores, al triunfo, a la victoria? Hombre extraordinario, fue, en nuestras horas de lucha, pastor de héroes, y en nuestras horas de calma, cumbre de reflexiones. Sí, aquel fiero paladín de los derechos humanos, que sabía de caer a caballo, acero en alto, sobre el cuadro enemigo, también sabía de echar a volar, sobre el ala de las palabras, el pensamiento viril o la idea generosa. Leyendo lo que él escribió, nadie se lo imagina en el lienzo rojo de los combates, encarnando la guerra redentora, entre odios y sueños, júbilos y sacrificios. Leyéndolo, se le imagina un patriarca bíblico, enseñando a los hijos de su corazón el alfabeto de la existencia, el camino áspero del deber; camino que se repasa casi siempre con los brazos en cruz.
“Terminada la lucha, Máximo Gómez fue para los cubanos, como árbol frondoso, como fuente de agua pura: maestro y padre. En el Vedado, rodeado de flores, exhaló el último suspiro. Como un santo murió: le acompañaron las lágrimas de todo un pueblo. ¡De un pueblo que en ocasiones parece haberlo olvidado!”
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