“Lo muerte orea lo vida. El recuerdo de aquellos hombres sublimes que en 1868, primero, y luego en 1895, saltaron -como dijo Martí- del altar de sus bodas o del festín de la fortuna al caballo de pelear, y cayeron de caro al enemigo, sin más ambición que lo santa ambición de lo libertad, es luz que no se apaga y hospedaje gratísimo para el alma de cuantos no se han cansado todavía de ser los aristócratas del patriotismo, los cuelliparados del puro ideal de la revolución, los imperialistas de la verdadera democracia y los demócratas y los republicanos verdaderos, sin costra ñañiguil ni cascabeles demagógicos... Lo muerte oreo la vida. El recuerdo de un hombre como Serafín Sánchez, caballero sin tacha y sin reproche, militar y escritor, valiente y juicioso, conforta y recompensa, en estos tiempos de hombres superficiales, soberbios y hambrones, de muchedumbres de alquiler, que van por lo vida como con permiso, pensando únicamente en la manera de enriquecerse, aunque sea a costa del honor. La muerte orea la vida. Recordando al bravo subalterno de Ignacio Agramonte en la tragedia de Jimaguayú, al heroico paladín de cien combates durante la década sangrienta, al iniciador en las Villas de la guerra chiquita, al colaborador incansable y tenaz de Martí en la organización y desarrollo del Partido Revolucionario Cubano, al Mayor General caído en 1896 en el Paso de las Damas, el corazón siente que por sus valles y sus montes corre el arroyo manso de la esperanza... Porque hay vidas tenebrosas, a las cuales asomarse es sentirse con náuseas. Pero hay otras que son como un pedazo de cielo azul, como una ventana que da al campo verde, como una gota de rocío al través de la cual se vieran evolucionar las estrellas e incendiarse las melenas del Sol”...
“En Oriente, en Santiago de Cuba, nació. ¿Sus padres? Del montón anónimo. De niño aprendió a leer y a escribir. De mozo, se hizo carpintero, oficio con el que supo ganarse el pan que comía. Por su estatura, casi gigantesca, sus amigos le llamaron Guillermón, sobrenombre que fue luego -como afirma Regino Boti- "nuncio de terror y augurio de pánico entre las fuerzas integristas que representaron en Cuba la colonia y la tiranía". Conocedor de la conspiración de Céspedes y Aguilera, estuvo, arma al brazo, esperando la hora. Así, cuando el 10 de octubre de 1868 estalló al fin la cólera de los cubanos, él, seguido de unos cuantos, se echó al monte, resuelto e intrépido. A las órdenes del comandante Antonio Velázquez entra en fuego por vez primera, mereciendo por su valor el primer grado en la milicia rebelde”...
“Parecía un indio: los ojos vivaces, el cabello rebelde, la piel tersa, el corazón, ora con serenidades de montaña, ora con sacudimientos de torrente. En la pelea era un león por el empuje, y también por la nobleza. Nadie lo recuerda, ni en la guerra ni en la paz, buscando asiento mejor a su persona, ambicionando esta o aquella anchura o prominencia. El no supo de intrigas ni de empellones por el plato de la fama ni por interés mezquino. Sencillo y bueno, veía la misma gloria como fruto natural, que se da al que la cuida y no al que quiere venir con ella desde las raíces. Su vida, como la de Maceo, es un hermoso ejemplo de lo que pueden el valor y la inteligencia, aunque no se hayan nutrido con los poemas épicos en que los héroes parecen dioses. Cuba puede sentirse orgullosa de haber dado hijos como Rabí, todo amor y patriotismo y también hijos malvados, hombres que son todo una moneda falsa, o una llaga, porque estos hacen resaltar más el mérito y las virtudes de los buenos...
“Jesús Sabon se llamaba su padre, dominicano que cuando Santo Domingo dejo de pertenecer a España, vino a Cuba. Establecido en Jiguaní, floreciente pueblo oriental, cuentan que -sin que sepamos la causa-comenzaron a llamarlo Rabí, y por Rabí lo conocía todo el mundo, y hasta el mismo se dio en firmar en vez de Jesús Sabon Jesús Rabí. Con este nombre contrajo matrimonio con una joven bayamesa. De ese matrimonio nació en Jiguaní el que había de ser luego una de las más gloriosas figuras representativas de la patria cubana. De niño no supo de letras. De joven supo dé pocas: su escuela era el trabajo; sus libros, el arado y el machete; sus condiscípulos, las bestias: el toro y el caballo. Pero la falta de cultura no le ahogo en el corazón el amor santo a la libertad. De ahí que, cuando el 20 de octubre de 1868, diez días después del grito de Céspedes en Yara, paso por su casa llamando al honor Calixto García, al frente de un grupo de bravos, Rabí se le incorporo, radiante de júbilo, resuelto y sencillo. Sargento lo hizo Calixto García a los pocos días. Y cuando termino aquella década sangrienta y gloriosa, al rendir, al cabo de diez larguísimos años, las armas, lucía, junto con dos cicatrices, las estrellas de teniente coronel del Ejército Libertador”...
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