“En la Habana nació. Fue su padre, como su abuelo, un militar. Con seis años apenas, lo llevaron a la Florida, entonces posesión española. Allí aprendió las primeras letras y comenzó a mostrar las precocidades de su inteligencia. En la niñez aun volvió a Cuba, e ingresó como alumno interno en el Colegio Seminario de San Carlos y San Ambrosio, plantel donde recibieron educación muchos cubanos que luego adquirieron fama. Desde su ingreso en este colegio, hizo gala de su talento, por lo que se ganó el afecto y la admiración de sus profesores. ¿Había oposiciones? Pues suyos eran los premios. Todavía imberbe, ganó, mediante ejercicios, la cátedra de Filosofía, cátedra que el inolvidable Juan José Díaz de Espada y Landa, Obispo diocesano, hombre justo y bueno, le otorgó dispensándole la edad. Anteriormente, había recibido la primera tonsura clerical, y sucesivamente, las órdenes menores y el subdiaconado y el Diaconado, y por último, hablase ordenado Presbítero, fin de su carrera eclesiástica.
“Dedicado a enseñar -¡qué gran apostolado!- pone a sus discípulo en contacto con las ciencias positivas, en contacto con las ciencias, en sus progresos vigorosos. Al estudio y difusión de la física consagróse muy principalmente: de ahí sus Lecciones de Filosofía, -su obra más notable,- en la que expone, con arreglo a los tiempos, cuanto era posible acerca de Física y Química elemental. En su amor a estos interesantes estudios, cuando no podía adquirir los instrumentos y aparatos que estimaba necesarios, los construía él mismo. ¡Cómo estimulaba aquel maestro sin canas, a la juventud de su pueblo, para que pensara y reflexionara por sí, desdeñando los meros ejercicios de la memoria! ¡Cómo iba dotando a los hombres futuros, de los conocimientos necesarios para la vida libre!
“No son los servidores de la patria en el combate cruento los únicos que merecen respeto y consideración. La gloria del soldado es hermosa, pero no es toda la gloria. El heroísmo es admirable: también lo es el talento y lo es el saber. La palabra gana batallas lo mismo que la espada. Matando y muriendo es como se conquistan casi siempre los derechos; mas sin la previa preparación de los sentimientos, no se hacen los hombres capaces de conquistar aquéllos, y mucho menos de merecerlos. Pelear es imprescindible a veces, pero se ha de saber por lo que se pelea. Porque ir a la guerra, ir a arrebatar vidas y a exponer la propia sin saber el fin que se persigue, es labor de aventureros desalmados, de hombres sin conciencia. Porque la bandera de la libertad no debe ser lo mismo que la de la tiranía; porque combatir por la justicia no debe ser lo mismo que combatir en contra de la justicia... Maceo es grande, y es merecedor de la gratitud y admiración de todos los cubanos; pero también es grande José Antonio Saco, y también merecedor del recuerdo de los cubanos todos. El representó, durante un largo período de nuestra vida colonial, anhelos elevados y puros, aspiraciones nobles y generosas, deseos de mejoramiento, es decir, de libertad y de progreso...
“En Bayamo -Bayamo es tierra de grandes - y en casa rica vino a la vida Saco. Allí bebe las primeras aguas de la instrucción. Y cuando mueren sus padres, dueño de una pequeña fortuna, viene a la Habana, donde estudia enseñanza superior. Tras lucidos exámenes, recibe de sus profesores los grados de bachiller en filosofía y derecho. Del recinto de las aulas pasa, sin otra ayuda que su talento y su saber, a más amplios círculos. Adulto apenas, a los veintiún años, es nombrado catedrático de filosofía del Colegio Seminario de San Carlos y San Ambrosio, en sustitución de su maestro Don Félix Varela. Más de dos lustros ocupó Saco esa cátedra, de la que hizo tribuna, y desde la cual irradió claridades y disolvió sombras. A los veintiún años también, publica sus primeros trabajos de carácter político y una pequeña obra sobre física y química que le conquistan aplausos. Alentado por esos triunfos, y deseoso de más vasto campo, marcha a los Estados Unidos, donde nutre su clara mente con los conocimientos de sus leyes y de sus instituciones. El Mensajero Semanal, periódico que fundó en esa época en New York, fue portavoz elocuente de sus ideas y sentimientos. En Cuba logro muy favorable acogida este periódico, el cual fue más tarde, a los dos años, denunciado como sospechoso, cosa que dio lugar a que se le cerrasen las puertas de la isla infeliz.
“En New York, Saco tradujo del latín al castellano obras de derecho romano, y escribió una Memoria sobre caminos de hierro en la isla de Cuba, que fue premiada en el concurso literario industrial celebrado por la Sociedad Patriótica de la Habana, y otra sobre la vagancia en la isla de Cuba, y los medios de remediarla. Regreso luego a la Habana, y se hizo eje del movimiento intelectual y como el foco de donde partía la luz. Hecho cargo de la dirección de la Revista Bimestre Cubana, órgano de la Sociedad Económica, publico en ella artículos sensacionales. Trato en unos de la necesidad imperiosa de acabar con el tráfico clandestino de esclavos africanos y la conveniencia de traer a Cuba colonos europeos, lo que le valió el ser tildado de desafecto a España, de amigo de los negros y de propagador de la independencia. En otros, recomendó con calor de padre la difusión de la enseñanza como base de la verdadera libertad. Esto, y el haber impreso y hecho circular profusamente en Cuba un folleto en defensa de la Academia Cubana de literatura, determinaron su extrañamiento. José Antonio Saco se hallaba en examen público de la clase de física, en el colegio San Carlos, cuando le trajeron el pliego con su pasaporte y la orden de prepararse para abandonar el país en el espacio improrrogable de quince días. Cuentan que nadie más que el se enteró del contenido del pliego durante el examen. Primero era su deber; luego habría tiempo para sufrir.
“¡Tiempos ruines aquellos en que le tocó vivir, en que le tocó ser maestro y guía de la juventud cubana a José de la Luz y Caballero! Como quien pinta a brochazos, así el gobierno de la colonia trataba a los cubanos que no se le sometían. Era Cuba entonces un compuesto híbrido de humildades y arrogancias, de señorío y de pobreza. Con abuso de la credulidad y la autoridad, se ponían en práctica todos los absurdos en materia de religión y de política, a fin de ahogar el deseo de justicia. O se vivía sometido, o no se podía vivir. Atraer luz era un atentado; esparcirla, un crimen. Pero como a los que se deciden a servir a su país la maldad no los mella, ni el calabozo los infama, ni el cadalso los intimida, el viejo pensador, puro, sensible, melancólico, el viejo limpio y resplandeciente, supo, sin miedo, marcar rumbos, señalar caminos. La patria tuvo en él un apóstol: sus enseñanzas fueron medicinas; su colegio, vasto campamento donde podían retozar las almas que fuera de él estaban presas como en un bosque de sombras. De los labios secos de aquel hombre, que del mucho saber y del mucho sentir apenas tenía carnes, oyeron los niños y los jóvenes de aquella época como el decálogo de nuestros futuros deberes y como el prólogo del libro en que más tarde habían de suscribir, Céspedes primero y luego Martí, la fórmula definitiva de nuestra independencia.
“De la madre más que del padre vino José de la Luz. Nació en la Habana, y cuentan que sus primeros años se deslizaron apaciblemente, sosegadamente. Sus maestros, durante la niñez, fueron eclesiásticos. Por eso acaso acarició hasta su juventud la idea de abrazar la carrera del sacerdocio. Y si no la siguió, fue debido a que, consciente como era, sabía que en su tierra los sacerdotes tenían que estar sometidos a los caprichos de los que gobernaban, ya que el ministerio de la religión, como el de las leyes, en un país sin derecho y sin libertad, no era posible ejercitarlo si no se tenía el alma de rodillas. Cuando salió del seminario se puso a aprender por su cuenta, haciendo profundos estudios científicos y literarios. Nutrido de saber, emprendió viaje por los Estados Unidos, y luego por Inglaterra, Francia, Alemania e Italia. En Europa asistió como oyente a las clases de Cuvier y Michelet. Conocedor ya de los idiomas que en cada uno de esos países se hablaba, supo durante su permanencia en ellos perfeccionarse en el acento. El latín le era tan familiar como el español; y conocía bastante el griego.
“A su regreso de éste, el primer viaje, pensó en llevar a la realidad lo que había de ser en definitiva su santo apostolado: en fundar un colegio. No habían en Cuba entonces otros maestros que los frailes. Aparte alguna que otra escuelita sostenida por la Sociedad Económica, los únicos colegios eran los conventos. Acariciando esta idea publicó un libro para texto de lectura de las clases primarias, y luego redactó un informe sobre la creación de un instituto o escuela práctica de ciencias y lenguas vivas, cosa que no pasó de proyecto. Más tarde se hizo cargo de la dirección del colegio San Cristóbal, ya establecido, al mismo tiempo que daba clases en su domicilio. Cuando tuvo autorización para profesar públicamente filosofía, inauguró un curso libre, lo que le originó algunos disgustos y polémicas. Su sistema nervioso se quebrantó entonces, por lo que en busca de paz y salud se fue de nuevo para la populosa Europa.
“En París vivía sosegado, en un reposo absoluto, cuando llegó a sus oídos que con motivo de la supuesta conspiración de los negros, en 1844, un tribunal militar lo reclamaba como reo de atentado contra la seguridad del Estado. Esta noticia lo sacó de su tranquilidad. Sintiéndose inocente, ajeno por completo a aquello, resolvió al momento ponerse en camino para Cuba. Y así lo hizo. A la Habana volvió sereno a responder de los cargos que se le hacían. El general Leopollo O'Donnell, soldado violento y autoritario, para quien la ley era su voluntad, mandaba en Cuba como dueño y señor. Por su orden, Luz y Caballero debía ser reducido a prisión apenas desembarcara. No lo fue, en atención a que estaba enfermo; pero quedó prisionero dentro de su propio domicilio. Al año, cuando lo llamaron ante el consejo de guerra, su defensor, por encargo suyo, se concretó a decir que "Don José de la Luz y Caballero libraba su defensa en el mérito de los autos y la justificación del tribunal". Pocos meses después fue absuelto, junto con los demás que habían sido por la misma causa procesados. Cuando se le puso en libertad, ya había ocurrido el fusilamiento de Plácido y de tantos otros cubanos negros, víctimas de la comedia trágica a que para regodeo de las autoridades españolas -se había dado- vida. Gracias a la entereza de Luz y Caballero se aclararon situaciones y se disiparon un tanto las nubes que se cernían sobre el cielo de la patria.
“Pasados tres años de estos tristes sucesos, mejorado un tanto de los males que le aquejaban, puso en práctica la idea tanto tiempo acariciada: fundó un colegio, "escuela de pensamientos y virtudes". Dióle a ese colegio el nombre de El Salvador. Lo que fue ese plantel de educación, los cubanos todos lo saben. Allí, aunque sometidos al plan de estudio oficial, se hacían hombres, hombres de sentimientos generosos y sólido saber. Como educador, Don Pepe fue genial. Obra suya fueron los primeros puntales de la libertad y la república. De su lado salieron, como joyas de un troquel, los Sanguily, Piñeyro, Agramonte y tantos y tantos pensadores y héroes que supieron más tarde servir a la patria, sin miedo y con generosa grandeza.
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