Saturday, January 8, 2011

Cuatro Próceres Cubanos


Serafín Sánchez
Nació el 2 de julio de 1846
Murió el 18 de noviembre de 1896

“Lo muerte orea lo vida. El recuerdo de aquellos hombres sublimes que en 1868, primero, y luego en 1895, saltaron -como dijo Martí- del altar de sus bodas o del festín de la fortuna al caballo de pelear, y cayeron de caro al enemigo, sin más ambición que lo santa ambición de lo libertad, es luz que no se apaga y hospedaje gratísimo para el alma de cuantos no se han cansado todavía de ser los aristócratas del patriotismo, los cuelliparados del puro ideal de la revolución, los imperialistas de la verdadera democracia y los demócratas y los republicanos verdaderos, sin costra ñañiguil ni cascabeles demagógicos... Lo muerte oreo la vida. El recuerdo de un hombre como Serafín Sánchez, caballero sin tacha y sin reproche, militar y escritor, valiente y juicioso, conforta y recompensa, en estos tiempos de hombres superficiales, soberbios y hambrones, de muchedumbres de alquiler, que van por lo vida como con permiso, pensando únicamente en la manera de enriquecerse, aunque sea a costa del honor. La muerte orea la vida. Recordando al bravo subalterno de Ignacio Agramonte en la tragedia de Jimaguayú, al heroico paladín de cien combates durante la década sangrienta, al iniciador en las Villas de la guerra chiquita, al colaborador incansable y tenaz de Martí en la organización y desarrollo del Partido Revolucionario Cubano, al Mayor General caído en 1896 en el Paso de las Damas, el corazón siente que por sus valles y sus montes corre el arroyo manso de la esperanza... Porque hay vidas tenebrosas, a las cuales asomarse es sentirse con náuseas. Pero hay otras que son como un pedazo de cielo azul, como una ventana que da al campo verde, como una gota de rocío al través de la cual se vieran evolucionar las estrellas e incendiarse las melenas del Sol”...

Cirilo Villaverde
Nació el 28 de octubre de 1812
Murió el 24 de octubre de 1894

“Por su amor a la patria, demostrado no en días de rigodones y banquetes, sino en días de patíbulos y destierros; por eso, y por haber sido una de sus más altas cumbres intelectuales, bien ganado se tiene Cirilo Villaverde, asiento perdurable en nuestra historia. No fue apóstol, no fue soldado: la tribuna no le sirvió de pedestal a su palabra, ni las trompetas bélicas de heraldos. Sus ojos no vieron nunca claridades de incendios ni fragores de combates: su voz no se esparció nunca entre las multitudes como aluvión de alas y centellas. Su grandeza es de esas apacibles, calladas, de esas que se forjan y viven como los ríos subterráneos. Literato, su labor no es de espuma, sino de oro macizo: ahí están sus libros. Patriota, su nombre estuvo siempre en la lista de los buenos. Narciso López lo tuvo a su lado cuando la conspiración del 48; lo tuvo también cuando su heroico y glorioso intento revolucionario, y la guerra de los diez años lo halló en su puesto de proscripto rebelde. En pro del ideal, por el triunfo de la causa santa, su pluma fue incansable pregonera de civismo. Por su talento, es constantemente loado: séalo también por su férvido amor a la libertad de su patria.

“En 1837, publica sus primeras novelas, tituladas: La cueva de Taganana, y La peña blanca. Esta última llama la atención de Domingo Delmonte, quien lo invita a participar de las veladas que por su iniciativa se celebraban periódicamente en la Habana. Después de esas narraciones, da a conocer otras, y también las impresiones de un viaje a Vuelta Abajo, páginas verdaderamente admirables por el colorido. Luego da a la publicidad el primer tomo de Cecilia Valdés o la loma del Angel, novela que debido a miles de contrariedades no terminó, o al menos no publicó completa, sino cuarenta años después. Esta obra es indudablemente, lo más brillante y preciado de la labor toda de Villaverde. Eminentes personalidades la han juzgado ya, y le han señalado el lugar que se merece. Si Villaverde no tuviera más méritos que el ser autor de esa obra, por eso solo merecería el recuerdo constante, la gratitud perenne de sus paisanos”...

Guillermo Moncada
Nació en 1838
Murió el 5 de abril de 1895

“Por el color no son grandes los hombres, sino por sus virtudes. Blancos hay que viven como entre tinieblas, y negros para quienes la vida es un rayo de sol, o un copo de nieve. Negro era Guillermo Moncada -el bravo y recio Guillermón-, y nadie que no sea un pedante barbilindo o un Narciso danzarín, si piensa en él, le ve la piel oscura y el pelo rizoso y áspero, y los labios gruesos y abultados, y no el alma heroica, impetuosa y soberbia, de quien sólo quería la existencia por el placer de honrarla y engrandecerla... Muchos defensores puros, abnegados, valientes, tuvo Cuba en sus guerras por la libertad e independencia. Entre los más puros y más abnegados y más valientes, está el que, de humilde cuna, de lo más feo del universo de la esclavitud -supo alzarse hasta donde ya no lo hubiera sido posible- ni aun queriendo sacudirse la luz y volver a ser pequeño...

“En Oriente, en Santiago de Cuba, nació. ¿Sus padres? Del montón anónimo. De niño aprendió a leer y a escribir. De mozo, se hizo carpintero, oficio con el que supo ganarse el pan que comía. Por su estatura, casi gigantesca, sus amigos le llamaron Guillermón, sobrenombre que fue luego -como afirma Regino Boti- "nuncio de terror y augurio de pánico entre las fuerzas integristas que representaron en Cuba la colonia y la tiranía". Conocedor de la conspiración de Céspedes y Aguilera, estuvo, arma al brazo, esperando la hora. Así, cuando el 10 de octubre de 1868 estalló al fin la cólera de los cubanos, él, seguido de unos cuantos, se echó al monte, resuelto e intrépido. A las órdenes del comandante Antonio Velázquez entra en fuego por vez primera, mereciendo por su valor el primer grado en la milicia rebelde”...


Nació el 24 de junio de 1845
Murió el 6 de diciembre de 1915

“Parecía un indio: los ojos vivaces, el cabello rebelde, la piel tersa, el corazón, ora con serenidades de montaña, ora con sacudimientos de torrente. En la pelea era un león por el empuje, y también por la nobleza. Nadie lo recuerda, ni en la guerra ni en la paz, buscando asiento mejor a su persona, ambicionando esta o aquella anchura o prominencia. El no supo de intrigas ni de empellones por el plato de la fama ni por interés mezquino. Sencillo y bueno, veía la misma gloria como fruto natural, que se da al que la cuida y no al que quiere venir con ella desde las raíces. Su vida, como la de Maceo, es un hermoso ejemplo de lo que pueden el valor y la inteligencia, aunque no se ha­yan nutrido con los poemas épicos en que los héroes parecen dioses. Cuba puede sentirse orgullosa de haber dado hijos como Rabí, todo amor y patriotismo y también hijos malvados, hombres que son todo una moneda falsa, o una llaga, porque estos hacen resaltar más el mérito y las virtudes de los buenos...

“Jesús Sabon se llamaba su padre, dominicano que cuando Santo Domingo dejo de pertenecer a España, vino a Cuba. Establecido en Jiguaní, floreciente pueblo oriental, cuentan que -sin que sepamos la causa-comenzaron a llamarlo Rabí, y por Rabí lo conocía todo el mundo, y hasta el mismo se dio en firmar en vez de Jesús Sabon Jesús Rabí. Con este nombre contrajo matrimonio con una joven bayamesa. De ese matrimonio nació en Jiguaní el que había de ser luego una de las más gloriosas figuras representativas de la patria cubana. De niño no supo de letras. De joven supo dé pocas: su escuela era el trabajo; sus libros, el arado y el machete; sus condiscípulos, las bestias: el toro y el caballo. Pero la falta de cultura no le ahogo en el corazón el amor santo a la libertad. De ahí que, cuando el 20 de octubre de 1868, diez días después del grito de Céspedes en Yara, paso por su casa llamando al honor Calixto García, al frente de un grupo de bravos, Rabí se le incorporo, radiante de júbilo, resuelto y sencillo. Sargento lo hizo Calixto García a los pocos días. Y cuando termino aquella década sangrienta y gloriosa, al rendir, al cabo de diez larguísimos años, las armas, lucía, junto con dos cicatrices, las estrellas de teniente coronel del Ejército Libertador”...


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